Durante la cuarentena aprendí a hacer pizza. No se me había cruzado por la cabeza aprender tal cosa, de hecho, era bastante bueno juzgando y eligiendo buenos lugares para comerla.
Al principio seguí tutoriales de Youtube, sitios de recetas, y consejos de un amigo italiano. Mis primeras pizzas no eran buenas; les hacía falta sal, más o menos tiempo en el horno, mejores ingredientes, equilibrio entre harina y agua.
Recuerdo un día en el que hice una pizza con ciertos ingredientes y que ahora es mi especialidad. La primera en la que realmente pude decir que era mi mejor pizza, y en mi defensa, mi esposa también me lo dijo - pues le había pedido durante el proceso honestidad brutal.
Las primeras 10 pizzas las tenía que hacer con la receta en la mano, pues mi memoria de pescado siempre jugaba en mi contra. Las siguientes 10, las recordaba- por fin - de la receta que había mirado. Hoy en día lo hago al ojo, pues la experiencia me ayudó bastante.
Durante esta aventura de pizzaiolo, me concentré en hacer un solo tipo de pizza, aquella que me había salido muy bien. Había algo dentro de mí que tenía miedo de probar hacer una receta diferente que me saliera mal de nuevo.
Me di cuenta con el tiempo que el 80% de la pizza es la masa, la base de todos los ingredientes - literalmente. Lo que realmente había perfeccionado durante las iteraciones era la masa en sí, no los ingredientes.
Cuando queremos mejorar en algo, nos concentramos en el 100%, en el resultado final, pero es importante recordar que toda habilidad tiene una base, y esa base es la que hay que mejorar. El resultado de lo demás partirán de ella y hará mejor el resultado.