En fin de año mi esposa y yo fuimos a un restaurante en Baeza bastante conocido; en la carta hay un dibujo que hizo en una servilleta Joaquín Sabina y hay una foto de él con Serrat en la entrada, también muchos otros famosos y famosas.
El restaurante en cuestión también es famoso por sus platillos, por el hotel que supone que es de gran categoría en este pueblo Baeza; un lugar donde habitan 15,000 personas y que es patrimonio de la humanidad en diversos aspectos culturales. Cabe mencionar que Baeza se destaca por su aceite de oliva, pues toda la zona está llena de olivos.
Hicimos una reservación a las 8:30pm porque al ser tan famoso y recomendado, suponíamos que teníamos que hacerla y ser puntuales. Clásico de mi esposa y yo, llegamos pasadas las 9, caminamos todo el pueblo que al ser tan chico, uno es capaz de caminarlo en tan solo 10 minutos a paso regular.
Una vez dentro preguntamos en la recepción sobre la reserva y el restaurante; eran dos españoles con cara de espanto y de curiosidad. Uno de ellos nos indica que lo sigamos, afirmando que el restaurante estaba detrás de una gran puerta de madera. Yendo tras de el, este par de pijos bien vestidos y arreglados para el famoso lugar, se queda sorprendido al ver qué el español al que seguíamos nos cierra la puerta en la cara del supuesto restaurante; nos volteamos a ver y preguntamos al compañero detrás de nosotros si podíamos entrar y nos comenta que si, que ahí era el restaurante.
En seguida, la puerta se abre, haciendo relucir el restaurante magnífico, con aspecto rústico y a la vez clásico en dónde se podían imaginar ecos de voces, copas chocando y comida siendo servida en aproximadamente 20 mesas ordenadas y preparadas con manteles blancos y vajillas de porcelana. Lo más curioso fue el silencio, un silencio peculiar y particular, aquel que solo escuchamos también a las lejanías del pueblo de Baeza cuando caminábamos por las calles vacías hacia el restaurante, igual de vacías como el restaurante.
Este tenía ese peculiar silencio, ese eco de nuestros zapatos y de los sonidos que escupía nuestra garganta al preguntar qué mesa era la nuestra. Indicados a nuestra mesa, nos sentamos sonriéndonos, preguntándonos que era lo que estaba pasando, por lo que Marcela pregunta si estaban esperando más reservaciones y nuestro ahora amigo íntimo español nos contesta: no, ustedes son los únicos de está noche.
Y así fue como disfrutamos de una comida en silencio, con atención de primera clase, con ecos en las paredes y un par de botellas de vino, de ser los exclusivos comensales del mejor restaurante de Baeza, famoso por algunas cosas pero ahora famoso entre nosotros, por ser exclusivo y también ahora, por ser tan nuestro.